El pasado 30 de septiembre el Gran Teatre del Liceu de Barcelona inauguró oficialmente la temporada 2013-2014 con el primero de una serie de conciertos en conmemoración del bicentenario verdiano, en los cuales se han interpretado piezas de todas las óperas del cigno di Busseto. Resulta inútil decir que este tipo de conciertos resultan estériles y llegan a convertirse en verdaderos escarnios al homenajeado, si no se dispone de intérpretes como los que hace pocos días celebraban el bicentenario verdiano en este sitio. El formato concreto de los conciertos ofrecidos por el Liceu ha sido el resultado de la reconversión de dos títulos verdianos escenificados (La battaglia di Legnano y Rigoletto), que los tullidos exgestores del teatro se vieron incapacitados para llevar adelante, según ellos, a causa de las dificultades presupuestarias que acechan al Liceu.
Me pregunto si, en este caso, no hubiera sido preferible mantener ambos títulos en forma de concierto. Los intérpretes contratados habrían resultado igualmente inadecuados e insuficientes, pero por lo menos no habría reinado la sensación de que asistíamos a una velada desatinada y disparatada, a base de asignar dúos y arias a cantantes inapropiados para luego irlas presentando en borrosa mescolanza (sensación avivada por la mecánica y anodina “dirección” del maestro David Giménez Carreras, sobrino del célebre tenor). Cabe preguntarse también si los exgestores del Liceu, todos debidamente reubicados en puestos de igual o mayor responsabilidad (ergo: de igual o mayor remuneración), no deberían haber asumido también su parte de responsabilidad en la descomunal crisis en la que se encuentra inmerso el teatro. ¿Acaso el Sr. Matabosch, con el beneplácito de los distintos Directores Generales, no ha derrochado cantidades monstruosas de dinero en escenografías y montajes engreídos y majaderos? ¿Acaso no se ha concedido más preciado lo escenográfico ante todo y se ha contemplado lo vocal como un accesorio al “Gesamtkunstwerk”? ¿Acaso, con esta política, no se ha intentado (con éxito – todo hay que decirlo) alejar del Liceu el público que tradicionalmente lo había llenado? Podríase añadir todavía un largo etcétera de reparos al periodo artístico que ahora el Liceu cierra, verba vento profundens; pero en realidad, sólo podemos esperar lo utópico: que los nuevos gestores y programadores del teatro sean personas capaces de actuar con independencia de criterio y que aprecien la ópera como lo que es: canto antes de nada.
Regresemos, no obstante, al concierto inaugural de la temporada, dedicado a Oberto, Un giorno di regno, Nabucco, I due Foscari, Luisa Miller, Simon Boccanegra y Rigoletto. Para él, el Liceu contaba con las voces excelsas de Antonio Siragusa, Josep Bros, Désirée Rancatore, Elena Mosuc, Lola Casariego y John Relyea; por sus condiciones naturales y técnicas, todos ellos resultan adecuados, al máximo, para Abdallo, maestro Trabuco, Ruiz, Flora, Annina o Gastone. Pero, como el lector habrá sospechado, el Liceu había previsto para ellos páginas de mucha más relevancia, números para solistas de primer orden. Entre la nómina de cantantes también figuraba el veteranísimo Leo Nucci, al que hay que dedicar por fuerza una mención aparte.
La voz de Nucci, que nunca fue “verdiana” por naturaleza, aparece ahora notablemente mermada en armónicos y en proyección. El agudo viene resulto ahora más atrás y el grave resulta del todo hueco y sordo. Sin embargo, mantiene un centro relativamente sano. Se hacen evidentes las dificultades para sostener la media voz (o los intentos de realizarla), así como las extensas frases ligadas que Verdi exige. Los vicios y las vulgaridades son los mismos de siempre, agravados ahora por más notas empujadas y atacadas “di soto” y por una cierta profusión de alaridos. Pero a pesar de ello, a su provecta edad, Leo Nucci fue el único intérprete pudo ofrecer algunas pinceladas de lo que entendemos como “canto verdiano”, evidenciando un sentido del canto legato y una consciencia de la respiración desconocidos para los demás (o la mayoría de los demás). Experimentó notables dificultades en “Dio di Giuda” y en la correspondiente cabaletta, empujando y arrastrando en exceso el sonido. Pero sacó arrestos en el final de I due Foscari, haciendo gala de un voz todavía sonora en el centro-agudo, aunque no sin vocear un tanto. De nuevo, vociferó las dos primeras secciones de “Cortigiani”, pero dominó con soltura “miei signori” (aunque no sin los defectos descritos en primer término). Como traca final, recreó su usual número en la “Vendetta”. Lamento afirmar que el anciano Leo Nucci exhibió el canto más compuesto y aseado que se escuchó en toda la velada.
Con el resto de intérpretes, nos encontramos en el terreno del desastre. Antonio Siragusa, voz no fea en natura, logró ser un discretito Riccardo de Oberto (“Son fra voi!”), a pesar de una emisión ingrata, craneal y nasalizante, y a pesar de sustituir la genuina media voz por unos falsetes poco agraciados y desafinados. Pero fracasó estrepitosamente en “Pietoso al lungo pianto” y “Parmi veder le lacrime”. En ambas, ostentó toda clase de sonidos nasalizoides de más que dudoso apoyo y afinación, justos compañeros a un fraseo blandengue y remilgado. No creo faltar a la verdad al decir que su compañero de cuerda, el desahuciado Josep Bros, sobre el que ya hablé en ocasión de la Norma de Peralada, cantó indudablemente mejor. Los problemas vocales que el tenor barcelonés acarrea desde años parecen consolidados e incorregibles: el centro falsamente ensanchado y los agudos echados a perder no le permiten, a pesar de la belleza de su fraseo, cantar ni los roles afines a su naturaleza ni aquellos que no lo son. Completaba la sección masculina John Relyea, típico bajo burdo y procaz, de proyección inexistente, de voz y personalidad anónima e imprecisa.
La nominal soprano Lola Casariego dio inicio a las actuaciones femeninas. Me faltan las palabras para describir la obscenidad de los sonidos fijos, desapoyados, desafinados e hirientes que propinó a lo largo del concierto (en especial en el aria alternativa de Fenena). Merecía una despiadada protesta que el público, piadoso o indolente, le ahorró. Elena Mosuc, diva sustituta de la ópera de Zurich, se desenvolvió como pez fuera del agua en los comedidos de Luisa Miller y Amelia (ambos papeles, claro está, extraños a su naturaleza). Ello no hizo sino delatar un acento melindroso en exceso y una voz menguada, dura, faltada de apoyo y proyección, chillada en el agudo. A su lado, la joven Désirée Rancatore acusó una voz ácida, macilenta y trasnochada por igual, faltada de apoyo, de emisión aleatoria, oscilante, desafinada sistemáticamente en la zona de pasaje. La siciliana expuso de entrada todo su potencial en el aria de la marquesa del Poggio “Grave a core innamorato”, donde fue incapaz de ligar dos sonidos, de producir un trino o de ejecutar cualquier tipo de agilidad sin caer en el ridículo más inquietante. Obtuvo el mismo éxito en “Tutte le feste al tempio”, pero – eso sí – logró colocar un agudo que compitió en duración con el de Leo Nucci, pero lamentablemente no en firmeza.
Lo scorso 30 settembre il Gran Teatre del Liceu di Barcellona ha inaugurato ufficialmente la stagione 2013-2014, con il primo di una serie di concerti commemorativi per il bicentenario verdiano, concerti nei quali sono state eseguite brani di tutte le opere del Cigno di Busseto. Inutile dire che questo genere di concerti risulti assolutamente sterile fino a convertirsi in veri e propria derisione nei confronti del’omaggiato, se non si dispone degli interpreti adeguati come appunto è accaduto nei concerti che pochi giorni fa hanno celebrato il bicentenario in questa sede. Il formato adottato dal Liceu per questi concerti è stato il risultato della riconversione dei titoli verdiani messi in scena (Battaglia di Legnano e Rigoletto) che gli incapaci ex gestori del Teatro non sono stati in grado di portare a avanti, secondo loro, a causa delle crescenti difficoltà della crisi che sta ancora colpendo il teatro.
Mi chiedo se, in questo caso, non fosse stato preferibile mantenere entrambe i titoli in forma di concerto. Gli interpreti ingaggiati sarebbero risultati comunque inadeguati e insufficienti, ma per lo meno non avremmo avuto la sensazione di assistere a uno spettacolo scentrato e confuso, vittima di un’assegnazione di arie e duetti a cantanti inadeguati per essere poi presentate in una caotica miscela (sensazione accentuata dalla meccanica e anodina “direzione del maestro David Giménez Carreras, nipote del celebre tenore).
Forse gli ex gestori del massimo teatro catalano, tutti ovviamente risistemati in posti dello stesso valore o addirittura di maggiore responsabilità (ergo: con una simile o maggiore remunerazione), avrebbero dovuto assumersi le proprie responsabilità davanti alla profonda crisi che questo momento sta invadendo il teatro.
Per caso il Sr. Matabosh, col beneplacito dei vari direttori generali, non ha scialacquato quantità assurde di soldi per scene e montaggi volgari e spocchiosi? Forse non si è concesso troppo spazio alla scenografia considerando la voce come un semplice accessorio del “Gesamtkunstwerk”? Per caso, con questa politica, non si è cercato (e ottenuto con successo, bisogna dirlo) di allontanare il pubblico che tradizionalmente lo riempiva? Si potrebbero aggiungere ancora una lunga lista di difetti del periodo artistico che il Liceu si sta accingendo a chiudere, verba vento profundens; ma in realtà, possiamo solo sperare l’utopico: e cioè che i nuovi gestori e organizzatori del teatro siano persone capaci di agire con criteri indipendenti e che sappiano apprezzare l’opera per quello che è: canto prima di tutto.
Ma torniamo al concerto d’apertura della stagione, dedicato a Oberto, Un giorno di regno, Nabucco, I due Foscar, Luisa Miller, Simon Bocccanegra e Rigoletto. Per la serata il Liceu aveva di disposizione le eccelse voci di Antonio Siragusa, Josep Bros, Desiree Rancatore, Elena Mosuc, Lola Casariego e John Reylea. I quali, senza esclusione, sarebbero stati ben più adatti, vista la loro preparazione tecnica e dote naturale, a ruoli quali Abdallo, maestro Trabuco, Ruiz, Flora, Annina o Gastone. Ma, come il lettore immagino avrà già sospettato, a suddette voci sono state affidate parti di ben altro livello. In questa lunga teoria di celebri voci, ovviamente non poteva mancare un veterano del canto verdiano: Leo Nucci, voce che merita una menzione speciale.
La voce di Nucci, che mai è stata “verdiana” di natura, sembra oggi chiaramente limitata negli armonici e nella proiezione. L’acuto viene adesso risolto più indietro e il registro grave risulta ancora più vuoto e sordo. Riesce però a mantenere un registro centrale comunque sano. Sono diventate evidenti, con l’età, le difficoltà per sostenere le mezze voci (o per lo meno i tentativi), come pure le lunghe frasi legate che la scrittura verdiana sovente richiede. Sempre uguali sono rimasti i vizi e le volgarità, aggravate, com’è logico, da una frequente tendenza sia a spingere e attaccare le note “da sotto” sia ad effettuare continui urli. Ma nonostante ciò, e alla sua veneranda età, Leo Nucci è stato l’unico interprete capace di offrire qualche sfumatura di quello che noi intendiamo per “canto verdiano”, sottolineando senso del canto legato e consapevolezza delle regole fondamentali della respirazione, sconosciute alla maggior parte della compagine vocale.
Notevoli difficoltà le ha incontrate in “Dio di Giuda” e nella successiva cabaletta, spingendo e trascinando il suono fino all’eccesso. Dopo essere riuscito però a recuperare nel finale de I due Foscari, mostrando una voce ancora sonora nel registro medio alto, è ricaduto vociferando le prime due sezioni del “Cortigiani”, anche se dominando con destrezza “miei signori” (seppur con tutti i difetti poc’anzi elencati). Mi duole affermare che l’anziano Leo Nucci abbia mostrato il canto più composto e pulito di tutta la notte.
Con gli altri interpreti torniamo nel disastro. Antonio Siragusa, voce bella di natura, ha cantato un discreto Riccardo dell’Oberto in “Son fra voi!”, anche se con una emissione ingrata e nasale sostituendo una genuina mezza voce con dei falsetti sgraziati e stonati. Disastrosi invece i momenti successivi “Pietoso al lungo pianto” e “Parmi veder le lagrime”. In entrambi ha mostrato tutta una serie di suoni nasali e stonati di dubbia appoggiatura, assieme a un conseguente fraseggio debole e mellifluo. Credo di essere nel certo nel dire che il suo compagno di corda, lo sfrattato Josep Bros, riguardo al quale mi ero già pronunciato a suo tempo in occasione della Norma di Peralada, ha cantato decisamente meglio. I problemi che il tenore catalano presenta da anni sembrano ormai essere irrisolvibili: il centro falsamente gonfio e gli acuti buttati via non gli permettono, nonostante la bellezza del fraseggio, di cantare né i ruoli affini alla sua natura vocale né tantomeno quelli che non lo sono. Chiude la sezione maschile John Relyea, classico basso volgare, dalla proiezione inesistente e dalla personalità anonima e imprecisa.
La soprano Lola Casariego ha aperto la sfilata femminile. Ammetto l’incapacità a trovare le parole adatte per descrivere una tale oscenità: suoni fissi, spoggiati, stonati per tutto il concerto (specialmente nell’aria alternativa di Fenena). Meritava una spietata protesta che il solito pubblico indolente le ha risparmiato. Elena Mosuc, diva sostituta dell’Opera di Zurigo, è entrata in scena come pesce fuor d’acqua nei panni di Luisa Miller e Amelia (entrambe, chiaramente, estranei alla sua vocalità). Per tutta la serata non ha fatto altro che mostrare un accento lezioso fino all’estremo e una voce dura, senza appoggio e proiezione, stridula nel registro acuto. Al suo fianco, la giovane Desirée Rancatore ha cantato con una voce acida, selvaggia, priva di sostegno, dall’emissione aleatoria, oscillante e continuamente stonata nella zona di passaggio. Al suo ingesso la siciliana ha mostrato tutto il suo potenziale nell’aria della Marchesa del Poggio “Grave a core innamorato”, dove non è stata capace a legare due suoni, di eseguire un trillo o un qualsiasi altro tipo di agilità senza cadere nel ridicolo più inquietante. Ha ottenuto lo stesso successo in “Tutte le feste al tempio”, ma, bisogna dirlo, riuscendo ad eseguire un acuto comparabile con quello di Leo Nucci in durata, ma tristemente non in fermezza.
Traduzione di Manuel García
Fino a poco tempo fa auspicavo la chiusura dei teatri per due anni, ora dico chiusura obligatoria per almeno cinque anni.