Barcelona, 22-12-2016
El profundo tedio que desde hace ya algunas temporadas se adueña del Coliseo de las Ramblas barcelonesas se ha visto felizmente interrumpido este mes de diciembre. Casi al final de unas muy estimables representaciones de Elektra (se trata de la famosa producción de Chéraeu, con el mismo reparto de la producción original salvo la dirección musical, ya reseñada anteriormente en este sitio), el Liceu ha tenido el acierto de programar, cual obsequio navideño, un recital de canto de Sondra Radvanovsky.
Se trata de una de las pocas cantantes en activo que es capaz de hacerse escuchar perfectamente en un teatro como el Liceu y de plegar su gran voz a efectos de calidad como piani y messe di voce, incluso encontrándose afectada por un resfriado (más anunciado que percibido). Dejando aparte algunos defectos vocales, el principal reparo que hay que poner a Radvanovsky es que la inserción de los efectos vocales mencionados muchas veces no parece emanar de una idea interpretativa de cada pieza, sino que suele tratarse de meras e estériles exhibiciones vocales. Esto, junto con una capacidad discreta de ligar los sonidos y una dicción desdibujada (por lo menos en las piezas cantadas en italiano, francés o inglés), hacen que sus interpretaciones resulten un tanto anónimas, inertes y que, en definitiva, no consiga transmitir la experiencia reflejada en cada pieza. Con todo, el caudal enorme de la voz y los efectos debidamente administrados garantizaron el éxito de la velada. Quizá también la desarrollada capacidad de la soprano para decir lo que el público desea escuchar en cada ocasión (Radvanovsky habló mucho durante el recital, pero en realidad dijo bien poco) le sirvió para acabarse de ganar el afecto del público.
El programa presentado fue absolutamente ecléctico en cuanto a compositores y estilos, sin que se pudiera apreciar ningún tipo de coherencia o secuencia lógica. El recital se abrió con la escena “Oh nube! che lieve per l’aria t’aggiri” de Maria Stuarda, quizá la intervención menos satisfactoria de la soprano. Las dificultades de la soprano canadiense para disciplinar su voz a las cantilenas de Donizetti fueron graves y evidentes; algunos de los ornamentos fueren ejecutados de forma maldestre y con afinación dudosa; fue también donde la calidad equina del timbre y el entubamiento de la voz se hizo más patente. Resultó algo mejor la pieza siguiente, “Son sposa disprezzata” de Bajazet (añadida al programa impreso), pero cantada sin todos los ademanes de fiato, sin la línea depurada de otras cantantes y sin llegar a imprimir el tono elegíaco necesario.
Siguieron a continuación algunas de las más famosas canciones de Rakhmàninov (“Son”, “Ne poi, krassàtiva”, “Zdiés khoroixó”, “Vessènnie vodí”), mucho más adecuadas a las características vocales de Radvanovsky, que exhibió una dinámica variada y esfumaturas de buena calidad.
La primera parte acabó con la gran aria “Plereuz, pleurez, mes yeux” de Le Cid, correctamente cantada, pero con monotonía de fraseo y parquedad de colores vocales. Además, la tesitura de la pieza puso de relieve la dificultad de la soprano para gestionar los descensos al grave, que suena débil y de pecho.
La segunda parte empezó con tres canciones de Bellini (“Per pietà, bell’idol mio”, “La ricordanza”, “Ma, rendi pur contento”) de nuevo cantadas con una aséptica corrección y una distribución del fiato perfectible. Siguió la canción a la luna de Rusalka que, a pesar de ser una de las piezas más amadas de la soprano, según ella misma se encargó de relatar, fue cantada con un impresionante frialdad. Se echó en falta, entre otras cosas, un legato de mayor calidad que consintiera algo más de expansión lírica.
Antes de dar paso a “La mamma morta” d’Andrea Chénier, Radvanosvky incluyó tres de las Old American Songs de Copland, cantadas sin particular inspiración. El aria de Giordano, una vez más, fue cantada con corrección, pero hubo respiraciones abusivas y faltó slancio y mayor modulación de colores, intensidades, etc.
El concierto, premiado con grandes aplausos, culminó diversas propinas. Como segunda y cuarta propias, Radvanovsky ofreció “I Could Have Danced All Night” y “Beneath the Lights of Home”, a les que faltó, respectivamente, comicidad y melancolía. Ambas, además, evidenciaron la dificultad de la soprano para cantar en el tercio grave de la voz. La primera y la tercera propina, “Io son l’umille ancella” y “Vissi d’arte”, fueron sin duda lo mejor del recital. Ambas fueron culminadas con unos reguladores y unos fiati realmente dignos de nota. Ambas muy bien cantadas, sobre todo “Vissi d’arte”, pero ambas adolecieron de un fraseo poco incisivo y de una pronuncia poco clara, elementos esenciales para que el canto dejara de ser mera exhibición de facultades.