Este mes de febrero el Gran Teatre del Liceu ha representado Norma con un doble reparto. Según se dijo en la rueda de prensa, la parte visual del espectáculo, coproducido junto a la Ópera de San Francisco, la Ópera de Chicago y la Canadian Opera Company, emula la serie televisiva Game of Thrones. Se trata evidentemente de un reclamo comercial más que de una realidad comprobable (las similitudes, si las hay, se limitan al vestuario). Lo cierto es que, más allá de algunas “invenciones” del director Kevin Newbury (pienso en particular en el gran “toro de Troia” que se construye a lo largo de la función y en diversos elementos iconográficos relacionados con el mismo), es una producción completamente convencional. Tan convencional que uno tiene la sensación de que en muchos momentos el director no sabía muy bien qué hacer con el movimiento de los personajes. Pero vayamos al canto.
En agosto de 2013 asistí a una representación de Norma protagonizada por Sondra Radvanovsky. Entonces, mi opinión sobre su actuación fue muy negativa: agilidades embarazosas, agudos pavorosos, flexibilidad nula, fiato corto, fraseo y pronuncia inexistentes. En el año y medio transcurrido desde entonces, en que la soprano ha abordado el papel no sólo en San Francisco, sino también en el MET, su prestación ha hecho una evolución muy notable. Debe aplaudirse el trabajo evidente que ha habido a lo largo de esos meses. Sin embargo, ello está lejos de significar que la Norma de Sondra Radvanovsky sea ahora “histórica”, como la clasificado la crítica local y también parte del público (en 2007 los unos y los otros, si no recuerdo mal, también convirtieron en algo “único” y de carácter “histórico” la interpretación más voluntariosa que satisfactoria de Fiorenza Cedolins). En mi opinión, los límites vocales e interpretativos siguen siendo todavía demasiado palpables como para considerar Sondra Radvanovsky como una Norma completa.
Su principal activo sigue siendo el volumen impresionante de la voz, que “llena” sin dificultad un gran teatro como el Liceu. Resulta también encomiable su capacidad para apianar un instrumento tan caudaloso, incluso cuando el procedimiento implica cierta pérdida de proyección o recurre a “falsetes” o a sonidos “flautados” que, aun así, resultan bastante efectivos. Igualmente, deben elogiarse algunas “messe de voce” que Radvanovsky consiguió realizar con éxito (por ejemplo, en “Son io!” hacia el final de la ópera). Hasta ahí sus principales virtudes, que no son pocas, en un momento en que la mayor parte del repertorio parece patrimonio de voces enclenques y raquíticas. No obstante, el impacto que causa esa gran voz se ve atenuado por el timbre fastidioso, el vibrato inmarcesible, el “tubamiento” de la voz, la falta de la octava grave y los agudos no siempre seguros (excelente, por ejemplo, el do de “sangue romana SCOrreran torrenti!”, pero mal o dudosos los del “finale primo”). De todas formas, en mi opinión, sobre todo deja que desear en el ámbito del fraseo, en las agilidades y los ornamentos. Si bien la agilidad de gracia resulta ahora más o menos aceptable, a pesar de ciertas imprecisiones, en las agilidades “di forza” Radvanovsky hace aguas irremisiblemente. La consecuencia directa es que el personaje queda huérfano de la ira de la sacerdotisa. Peor aún es su pronuncia turbia y el fraseo poco variado e incisivo (terriblemente monótonos los recitativos). Sencillamente, no basta con reproducir anónimamente algunos pocos estilemas de discos famosos para dar vida a la rica y variada naturaleza de un personaje como Norma. No es el fracaso total de hace un año y medio, pero, más allá del volumen, poco hay de memorable o histórico en la Norma de Sondra Radvanovsky.
El segundo reparto estaba encabezado por Tamara Wilson, ganadora del concurso Viñas en 2011. Esta joven soprano posee una voz de agradable factura lírica, con un timbre más bien claro y anónimo. Por volumen y expansión, seguramente sería una fantástica Musetta y, sin embargo, parece haber orientado su carrera hacia el repertorio spinto o dramático (entre sus actuaciones recientes o próximas: Aida en el MET, Kaiserin, Lucrezia Contarini, etc.). Hay que reconocer que la frescura y ductilidad de la voz (¿por cuánto tiempo?) le permitieron sacar adelante el papel sin apenas pestañear. Incluso fraseo con corrección y con cierta variedad (remarcables los recitativos). Pero la naturaleza lírica de la voz, unos graves más bien engolados, cierta falta de apoyo en la zona central de voz y algunos agudos gallináceos relegan su Norma a lo anecdótico.
Gregory Kunde, Pollione, cantó con coraje y valentía, pero no pudo disimular unas enormes carencias. Lo más reprobable fue su canto brusco, nunca legato y poco melódico, lo cual se veía agravado por un timbre leñoso y usurado. Por otra parte, su lucha contra la tesitura central del papel era más que evidente, y la fatiga subsiguiente también (llegó exhausto al final de su escena). Ello pone de relieve que, por mucho que Gregory Kunde aborde pertinazmente papeles dramáticos, su vocalidad es muy distinta (su prestación en Il Pirata fue, con diferencia, mucho más buena). Puestos a buscar algo positivo, cabría loar las variaciones que introdujo en las repeticiones de su aria y cabaletta y el arrojo con que interpoló agudos en ellas (por otra parte, no siempre bonitos y bien sostenidos). En cualquier caso, es mucho más de lo que puede decirse de Andrea Carè, Pollione del segundo reparto: voz de timbre agradable, de consistencia lírica-ligera, pero en dificultad no sólo con la tesitura central, sino también con un paso al agudo por resolver (al atacarlos, recurría al portamento y el sonido resultaba estrecho y apretado; evitó el do).
La Adalgisa del primer reparto fue la mezzosoprano Ekaterina Gubanova, de canto muy gutural, escasa proyección, poca precisión en las ornamentaciones y de pronuncia y fraseo confusos. Sumamente monótona. Mucho mejor la Adalgisa del segundo reparto, Annalisa Stroppa, que ofreció un canto mucho más italiano, de emisión más libre (aunque lejos del ideal) y fraseo más franco, pero sin graves y en dificultad en el agudo.
Los bajos fueron Raymondo Aceto y Simón Orfila. Ambos de emisión burda, atrasada y fatuo. Mientras que el primero todavía cuenta con una naturaleza más o menos generosa, el segundo se ha quedado ya sin el material de partida y, además, acusó ciertas oscilaciones y dificultades en los ascensos al agudo.
Renato Palumbo firmó una versión con tiempos lentos, poco refinada y no muy amiga de la melodía. Su acompañamiento, respetuoso por otro lado, fue mecánico, poco variado y fantasioso y, en ocasiones, incluso bandístico.
Nicola Ivanoff
che raffinata stilista e gelida virtuosa zinka milanov !
D’accordo… La Milanov nei suoi anni migliori: intoccabile in certe cose, certe frasi… La Rodvanovsky. Una poveretta in confronto.