Después de 48 años de ausencia Rusalka ha regresado al Gran Teatre del Liceu. Lo ha hecho en un momento en que el Liceu se encuentra en serias, graves dificultades económicas que ponen en peligro el futuro de la institución y en un momento en que el descenso de la venta de entradas parece imparable. Para intentar salvar los muebles el Teatro está pidiendo aportaciones de micromecenazgo a los abonados y a la sociedad civil; y, al mismo tiempo, la dirección artística se jacta de haberse gastado una gran parte del presupuesto de la temporada pasada en Le Grand Macabre y de traer ahora al Liceu “el mejor director de escena del momento”, “un espectáculo total” y “la puesta en escena definitiva de Rusalka” (aunque en la vida, claro está, no hay nada total ni definitivo, y menos en arte), lo cual es sinónimo de una producción sesgada y que no refleja la obra representada con humildad y respeto. Parece, pues, que la dirección sigue empeñada en creer que la huída del público es sólo consecuencia de la crisis y del nuevo y abusivo IVA cultural del 21%. Pero la realidad es que el descenso de público comenzó antes de la crisis, a consecuencia de una política de precios ilógica y principalmente a consecuencia del empeño en servir el repertorio de forma “rupturista” y con producciones “tan definitivas” que lo único que han hecho ha sido ahuyentar a gran parte del público “tradicional” (que, nos guste o no, es el público mayoritario de la ópera).
Por otro lado, hay que reconocer que ha sido un acierto confiar la dirección musical a Andrew Davis, quien condujo la Orquesta del Liceu con gran oficio. A pesar de algunos errores dispensables en el metal, no fue el menor de sus méritos conseguir un sonido siempre preciso, refinado y bello. Recreó satisfactoriamente los distintos ambientes de la partitura, acompañó con sabiduría y supo conferir unidad al discurso musical y mantener la tensión y el pulso teatral a lo largo de toda la velada. Si alguna vez los cantantes quedaron cubiertos, era en todo caso culpa de ésos. Por todo ello, el maestro inglés resultó, para mí y para buena parte del respetable, el único y justo triunfador de la noche.
Camilla Nylund acometió al importante personaje de Rusalka sin los rudimentos básicos del canto lírico. La emisión es siempre engolada y el apoyo insuficiente, y por lo tanto la voz resulta pequeña y el legato defectuoso. La primera octava es casi inexistente, el centro hueco y el primer agudo con cierta tendencia a calar; sólo en el registro plenamente agudo logra algún sonido más colocado y proyectado, aunque no sin acusar durezas. Así pues, la falta de una correcta administración del aliento impidió que la soprano finlandesa pudiera hacer un mínimo de justicia a las bellas melodías de Dvořák y, con ellas, expresar los anhelos amorosos de Rusalka. Peor todavía sus compañeros de reparto.
Klaus Florian Vogt fue un Príncipe igual a sí mismo: voz infantil, contratenoroide, falseada en todos los registros, dura, rígida, árida, sin colores, ridícula en el agudo y llena de aire en los graves. Si es posible reconocerle cierta musicalidad en los roles centrales que el “tenor” alemán aborda normalmente, la tesitura comprometida del Príncipe, que insiste tanto en el registro agudo como en el grave, lo puso en constantes apuros: calantes, cuando no desafinadas, las notas que deberían preceder el pasaje en una voz normal, las frases graves inaudibles, los agudos maullados (especialmente el previsto ascenso hasta el do sobreagudo) y por suerte casi siempre disimulados entre el tejido orquestal. Ildikó Komlósi, supuesta mezzosoprano e intérprete de Ježibaba, exhibió un “canto” desapoyado y desimpostado, ora hablado, ora chillado (galleando de forma estrepitosa su si bemol en el acto primero). A su vez, Emily Magee se esforzó para engruesar sus medios líricos y conferir tintes dramáticos a la Princesa Extranjera. Sin embargo, no logró disimular una voz bloqueada en la boca, hueca, falta del necesario apoyo y unos agudos abiertos y gritados. Su prestación, más que imponente, resultó exasperada y de lo más desagradable. Günther Groissböck fue el genio de las aguas, ascendido en esta producción en el protagonista absoluto. En lo vocal, su prestación se caracterizó por una voz atrasada, dura, hinchada en el centro, spinta en algunos momentos para lograr sonidos de mayor presencia y en evidente dificultad en el agudo (resuelto con un falsete a lo Vogt o alternativamente con un sonido ronco, entre gola y nariz).
Ante este desierto vocal, redimido sólo parcialmente por la buena labor de Andrew Davis, uno desearía que la parte visual del espectáculo hubiera estimulado la imaginación de los asistentes a la sala y que, por lo menos, nos transmitiera parte de lo que los cantantes.
Los espectáculos (la elección del término es deliberada) de Stefan Herheim son el ejemplo perfecto de lo que nunca hay que hacer en arte. Se trata de producciones extraordinariamente modernas, espectaculares por los efectos especiales y los movimientos escénicos constantes, avasallantes en cantidad de simbologías e infinidad de sentidos, coherentes o incoherentes (da igual), e impresionantes por la total deformación que ejercen sobre la obra original. Hay un manifiesto desprecio por la contención y el distanciamiento estético. Son grandes envoltorios para disimular la incapacidad de representar una obra de forma original sin necesidad de distorsionarla a base de extravagancias; grandes envoltorios para ocultar la falta de verdadero talento creativo. Sólo el creador impotente, incapaz de representar una obra con auténtica originalidad, produce algo que nadie entienda, repleto de cortinas de humo y de niebla, con muchos simbolismos, muchos movimientos, muchas luces, muchos elementos escenográficos, muchos figurantes, muchos fenómenos atmosféricos, y mucho de todo, pero sin las pistas imprescindibles para poder entender e interpretar tanta abundancia. Y esta Rusalka no es una excepción.
Se levanta el telón y, antes de que suene la música, asistimos a cinco minutos largos de contemplación de una calle de Londres, con gente entrando y saliendo de una boca de metro, debidamente ornada con una homeless, Ježibaba. Luego, empieza la música y llega Vodník, el genio de las aguas, convertido en un trabajador de media clase, frustrado, harto de su esposa frígida y gruñona. Rusalka, una prostituta con ganas de redimirse (¡qué idea tan moderna!) por amor de un marinero (el Príncipe), se le insinúa delante de su mujer. Pero nada de esto es lo que parece, todo son proyecciones y alter egos de Vodník o de su esposa: su Id, su Ego y Super-ego. Rusalka es el amor romántico de juventud; la Princesa Extranjera, la pasión sexual y su negación; Ježibaba la encarnación de los miedos y los instintos violentos. Tanta frustración y tanta falta de sexo implican que Vodník, claro está, al final de la ópera mate brutalmente a su esposa con un hacha, mientras Rusalka o su sucesiva reencarnación atrapa a otro cliente. Pero esto es sólo una pequeñísima parte del espectáculo, la pequeñísima parte comprensible; a partir de ahí todo es delirio, pura narcosis freudiana, misterios, enigmas y secretos que ocultan enormes verdades indescifrables sobre Vodník y Rusalka, indescifrables porque no hay nada que descifrar.
Naturalmente, la adecuación de esta translación freudiana es tan arbitraria que Herheim, para que su espectáculo tenga un mínimo de coherencia, se ve forzado a manipular la obra (y, de pasada, al público). En primer lugar, los subtítulos para la ópera no son una traducción más o menos acertada del texto cantado, sino que se trata de una redacción ad hoc para el montaje que ha realizado el mismo Herheim (¿qué sucedería si la producción se hiciera en un teatro checo?). Paralelamente, Herheim, en el tercer acto, ha cortado algunos trozos de música que no convenían a su “konzept”. Me pregunto por qué el Sr. Herheim, tan hábil para deformar la obra y mutilarla, no ha compuesto también su propia música. Los partidarios de este montaje dirán que, en realidad, no se presenta ningún tema que no esté en la obra original (i. e. la pérdida de la virginidad, la inconstancia de la pasión y la imposibilidad de cambiar de condición). Es cierto, pero no hay que olvidar que Herheim suprime otros elementos presentes en la ópera original (por ejemplo, en una versión “tradicional” ni palabras ni música niegan la posibilidad del amor o la posibilidad de reconciliar de alguna forma a los amantes). Igualmente, en una ambientación mitológica, abstracta, no existen contradicciones entre las melodías de raíz popular ni en las líricas evocaciones a la luna, mientras que en cambio resultan poco adecuadas al ambiente urbanita y post-moderno que propone Herheim. Tampoco hay que perder de vista que, por lo menos a los ojos del público, una ondina y una prostituta no son ni pueden actuar igual: una quiere conocer el amor, la otra quiere redimirse, que no son exactamente la misma cosa; por lo tanto, los sentimientos que podrían expresar una y otra no pueden ser los mismos. Pero, como he dicho, lo más grave, lo más escandaloso de esta producción es que no hay ni voluntad ni posibilidad de comprender lo que sucede. Herheim, sus colegas y los directores de teatro que los contratan actúan bajo el hechizo de la modernidad y confunden espectáculo con arte, arte con psicoanálisis, cotidianidad con energía moral, excentricidad con originalidad, disparate con imaginación. Pero sobre todo pierden de vista que cualquier verdad que pueda emanar de una ópera proviene esencialmente de la música y del canto.
Barcelona, 22.XII.2012
Nicolai Ivanoff
Dopo 48 anni di assenza Rusalka è tornata al Gran Teatre del Liceu. Lo ha fatto proprio in un momento non solo di serie, gravi difficoltà economiche per il Liceu, che rischiano di mettere in pericolo il futuro di questa istituzione, ma anche di evidente diminuzione delle vendite. Per cercare di salvare il salvabile il Teatro sta chiedendo piccoli e volontari aiuti economici agli abbonati e alla società civile; al contempo però la direzione artistica si vanta di aver speso una buona parte del budget della stagione scorsa in “Le Gran Macabre” e di aver portato adesso “il migliore regista del momento”, “ uno spettacolo totale” e “la messa in scena definitiva di Rusalka” (anche se nella vita non c’è nulla di definitivo, e men che meno nell’arte), cosa che può essere considerata sinonimo di una produzione distorta e che non riflette l’opera con umiltà e rispetto. Sembra quindi che la direzione continui a credere che la fuga del pubblico sia solo conseguenza della crisi e del nuovo ed esagerato aumento dell’IVA sui prodotti culturali (ora al 21%). La verità è un’altra: la fuga del pubblico era iniziata prima della crisi, come conseguenza non solo di una politica economica illogica ma soprattutto come conseguenza dell’impegno a proporre il repertorio con modalità tendenti alla spaccatura e produzioni “così definitive” che sono solo riuscite a far scappare la maggior parte del pubblico “tradizionale” (che, ci piaccia o no, è maggioritario nel mondo dell’opera).
D’altro canto, bisogna riconoscere la scelta di affidare la direzione musicale ad Andrew Davis, che ha diretto l’Orchestra del Liceu con grande maestria. Nonostante alcuni errori giustificabili, non è stato il minore dei suoi meriti ottenere un suono sempre preciso, raffinato e bello. È infatti riuscito in forma più che soddisfacente a ricreare i differenti ambienti previsti dallo spartito, ha accompagnato con saggezza e ha saputo dare unità al discorso musicale e mantenere tensione e ritmo drammaturgico per tutta la serata. In taluni momenti i cantanti sono stati coperti dall’orchestra: ma era evidente che la colpa fosse loro. Per tutto ciò, quello del maestro inglese è parso, a me come a buona parte del pubblico, l’unico e meritato trionfo della serata.
Camilla Nylund ha vestito i panni dell’importante personaggio di Rusalka senza possedere i rudimenti fondamentali del canto lirico. L’emissione è sempre ingolata e l’appoggio insufficiente: come conseguenza la voce risulta piccola e difettosa nel legato. La prima ottava è quasi inesistente, il centro è vuoto e i primi acuti tendono a calare; solo nel registro puramente acuto riesce ad emettere qualche suono più impostato e proiettato, pur mantenendo una notevole durezza. Così dunque, la mancanza di una corretta amministrazione del fiato ha impedito che il soprano finalndese potesse fare un po’ di giustizia alle belle melodie di Dvořák e, con quelle, esprimere tutte le passioni amorose di Rusalka.
Peggio ancora i suoi colleghi.
Klaus Florian Vogt è stato un Principe uguale a sé stesso: voce infantile, da controtenore, sfalsettante in tutti i registri, dura, rigida, arida, senza colori, ridicola nell’acuto e piena d’aria nei gravi. Se nei tradizionali ruoli del “tenore” tedesco è possibile riconoscere una certa musicalità, la complessa tessitura del Principe, che insiste spesso nei registri acuto e grave, lo ha spesso messo in serie difficoltà: calanti, se non stonate, le note prima del passaggio di una voce normale, inudibili le frasi gravi, miagolati gli acuti (in particolar modo la prevista ascesa al do sovracuto) e fortunatamente quasi sempre dissimulati dall’ordito orchestrale. Ildiko Komlosi, presunto mezzosoprano e interprete di Ježibaba, ha mostrato un “canto” spoggiato e senza impostazione, ora parlato, ora urlato (sgallinando splendidamente su un si bemolle nel primo atto). Veniamo ora ai ruoli secondari: Emily Magee si è sforzata di dare spessore ai suoi mezzi lirici e di conferire toni drammatici alla Principessa Straniera. Non è però riuscita a nascondere la sua voce bloccata in gola, vuota, priva nel necessario appoggio, ma non di acuti aperti e urlati. La sua prestazione, più che imponente, è parsa esasperata ed assolutamente insopportabile. Günther Groissböck è stato il genio delle acque, trasformato in questa produzione nel protagonista assoluto. Nella parte vocale la sua prestazione è stata caratterizzata da una voce tutta indietro, dura, gonfia nel centro, spinta in certi momenti per cercare di emettere suoni di maggiore presenza e con grandi difficoltà nell’acuto (spesso risolto con un falsetto “alla Vogt” o alternativamente con un suono rauco, tra gola e naso).
Davanti a questo deserto vocale, salvato solo parzialmente dal buon mestiere di Andrew Davis, chiunque avrebbe voluto che almeno la parte visiva dello spettacolo fosse in grado di stimolare l’immaginazione del pubblico. Gli spettacoli (la scelta del termine è deliberata) di Stefan Herheim sono l’esempio perfetto di ciò che mai andrebbe fatto nell’arte. Sono produzioni estremamente moderne, spettacolari per quel che concerne gli effetti speciali e i movimenti scenici, devastanti per la quantità di simbologia e infinità di sensi, coerenti o incoerenti non importa, e impressionanti per la totale deformazione che mettono in atto sull’opera originale. Vi è un manifesto disprezzo per l’equilibrio e un distanziamento estetico. Sono come grandi contenitori per dissimulare l’incapacità di rappresentare un’opera nella sua forma originale senza stravolgerla a forza di stravaganze; grandi contenitori per nascondere la mancanza di vero talento creativo. Solo il creatore impotente, incapace di rappresentare un’opera con autentica originalità produce qualcosa che nessuno capisce, pieno di cortine di fumo e nebbia, con una miriade di simbolismi, di movimenti, di luci, di elementi scenografici, di comparse, di fenomeni atmosferici e di tanto altro, ma senza le linee necessarie per poter comprendere e interpretare tanta abbondanza. E questa Rusalka di certo non fa eccezione.
Si alza il sipario e, prima che cominci la musica, assistiamo a cinque lunghi minuti di contemplazione di una strada di Londra, con gente che entra e che esce dall’ingresso di una metropolitana, ovviamente con la presenza di una senzatetto, Ježibaba. Inizia la musica e arriva Vodník, il genio delle acque, trasformato in un lavoratore di classe media, frustrato, stanco di una moglie frigida e brontolona. Rusalka, una prostituta desiderosa di redenzione (che idea moderna!) per amore di un marinaio (Il Principe), mostra interesse verso di lui davanti a sua moglie. Ma nulla di tutto ciò è come sembra: il tutto consiste in proiezioni e alter-ego di Vodník o di sua moglie, il suo Es, il suo Io e il suo Super – io. Rusalka rappresenta l’amore romantico della gioventù; la Principessa Straniera, la passione sensuale e la sua negazione; Ježibaba l’incarnazione delle paure e degli istinti violenti. Tale frustrazione e tale mancanza di sesso implicano che Vodník, ovviamente, alla fine dell’opera uccida sua moglie con un’ascia, mentre Rusalka, o la sua successiva reincarnazione, trova un nuovo cliente. Tutto ciò è solo una piccolissima parte dello spettacolo, l’unica piccolissima parte comprensibile; a partire da questo momento tutto diventa delirio, pura narcosi freudiana, misteri, enigmi e segreti che nascondono grandi verità indecifrabili riguardanti Vodník e Rusalka, indecifrabili perché non c’è nulla da decifrare.
Naturalmente, l’adeguamento di questa trasposizione freudiana è così arbitrario che Herheim, per dare al suo spettacolo un minimo di coerenza, è stato obbligato a manipolare l’opera (e di conseguenza il pubblico). Innanzitutto, i sottotitoli per l’opera non sono una traduzione più o meno precisa del testo cantato: si tratta di una nuova versione fatta ad hoc per il montaggio che lo stesso Herheim ha realizzato (cosa succederebbe se la produzione si facesse in un teatro ceco?). Parallelamente Herheim, nel terzo atto, ha tagliato alcune parti di musica poco adatte per il suo “konzept”. Mi chiedo perché il Signor Herheim, così abile a deformare l’opera e mutilarla, non abbia composto anche la musica. I sostenitori di questa regia direbbero che, in realtà, non è stato presentato nessun nuovo tema al di fuori dell’opera originale (per esempio, la perdita della verginità, l’incostanza della passione e l’impossibilità a cambiare condizione). È vero, ma non bisogna dimenticare che Herheim sopprime altri elementi presenti nell’opera originale (per esempio, in una versione tradizionale né le parole né la musica negherebbero la possibilità dell’amore o la possibilità di riconciliare in qualche maniera i due amanti). Allo stesso modo, in un’ambientazione mitologica, astratta, non esisterebbero contraddizioni tra le melodie d’origine popolare e le liriche invocazioni alla luna, mentre invece risultano poco adeguati all’ambiente urbano e postmoderno che offre Herheim. Non bisogna neanche perdere di vista che, almeno agli occhi del pubblico, un’ondina e una prostituta non sono e non possono recitare allo stesso modo: una vuole conoscere l’amore, l’altra vuole redimersi, che non sono esattamente la stessa cosa, e quindi i sentimenti che potrebbero esprimere entrambe non possono essere gli stessi. Però, come ho detto prima, la cosa più grave e più scandalosa di questa produzione è che non c’è né volontà né possibilità di comprendere ciò che accade. Herheim, i suoi colleghi e i registi vari, agiscono sotto il maleficio della modernità e confondono spettacolo con arte, arte con psicanalisi, quotidianità con energia morale, eccentricità con originalità, assurdità con immaginazione. Ma soprattutto non capiscono che qualsiasi verità che possa nascere da un’opera proviene essenzialmente dalla musica e dal canto.
(traduzione di Manuel García)
caro ivanoff, la sua recensione di questa rusalka, con tutte le considerazioni annesse e connesse, rivelano tutto il suo noto acume, la sia capacità critica sorretta da vera intelligenza. Non posso che cpncordare con voi sulle conclusioni circa il regista ed i suoi colleghi…..fermo restando che nonostante questo genere di produzioni da tempo sollevi critiche e contestazioni ovunque, nessuno pare voglia cambiare rotta, quasi che il teatro moderno non conosca alternative alla vuota pretestuosità ed alla velleità.
Carissima Giulia, si tratta di una specie di karakiri che i Teatri stanno involontariamente facendo: Non si sa come realizzare un’opera e allora si chiama un regista che la svilanneggia, il pubblico
protesta ma i giornali ne parlano, e i dirigenti pensano di aver fatto una cosa bella…poveracci con questo andazzo potranno si e nò durare due anni ancora poi la lirica sarà un ricordo come lo è il regno dei faraoni.